🌿 Rito del té en un templo— Tokio, Japón

Maestra japonesa realizando el antiguo rito del té en un templo de Tokio

🌿 Rito del Té en un Templo — Tokio, Japón

La mañana se abría con una luz suave, casi perlada, cuando crucé la puerta de madera del pequeño templo zen. Tokio seguía latiendo a unas pocas calles de allí, pero en cuanto pisé el primer tramo de piedra, tuve la sensación de haber atravesado una frontera invisible, como si el mundo exterior hubiera quedado suspendido detrás de mí.

El jardín respiraba despacio.
Una brisa mínima movía las hojas del arce japonés, y el sonido del bambú golpeando el agua marcaba un compás antiguo, un pulso que no obedecía a relojes sino al ritmo de la tierra. El aire tenía un perfume tenue a madera húmeda, y con cada paso, el silencio se volvía más claro, más fino, más profundo.

Ella apareció desde un corredor lateral, descalza, vestida con un kimono claro cuyos pliegues parecían flotar detrás de cada movimiento. No dijo su nombre, pero no hacía falta: su manera de inclinar la cabeza al saludar revelaba la misma serenidad que habita en los templos que han visto pasar siglos. Su rostro, sereno como un lago en invierno, irradiaba una autoridad suave, una sabiduría que no necesitaba explicaciones.

Nos invitó a seguirla por un pasillo de tatami recién cepillado. La sala donde tendría lugar el rito era pequeña, íntima, bañada por una luz que entraba filtrada a través de shōji translúcidos. Allí todo tenía una razón de ser: la tetera de hierro reposaba sobre un brasero bajo; los cuencos de cerámica estaban alineados con precisión casi musical; un pequeño ramo de flores silvestres equilibraba el conjunto como un susurro de belleza mínima.

La maestra del té se arrodilló con la delicadeza de quien conoce cada plegaria oculta en el movimiento. Sus manos, finas y lentas, parecían tocar el tiempo mismo. No hablaba inglés ni español, pero no era necesario: cada gesto suyo era un idioma universal.

El ritual comenzó como comienza la música: con un silencio que abre camino.
Ella tomó la cuchara de bambú y rozó el cuenco con esa cadencia que no se puede imitar sin años de disciplina. El polvo verde del matcha cayó en un remolino mínimo, luminoso. El vapor de la tetera ascendió en una línea fina, casi un hilo de luz. Y entonces, al mezclarse agua y té, se formó una espuma frágil que parecía contener en sí misma un instante de eternidad.

Cuando colocó el cuenco frente a mí, no indicó nada con palabras. Simplemente me miró con una calma que sólo tienen quienes viven en el presente con una precisión absoluta.
Su mirada decía: “Antes de beber, escucha.”

Y escuché.
Escuché la respiración del jardín.
Escuché la madera crujir bajo mi cuerpo.
Escuché el sonido del agua recordándome que todo fluye, incluso aquello que se detiene por un instante.

Tomé el cuenco entre mis manos.
La cerámica estaba tibia, con imperfecciones que parecían paisajes diminutos. El aroma del matcha era profundo, vegetal, casi umbrío, como si la montaña hubiese sido molida hasta convertirse en un perfume. Cerré los ojos. El primer sorbo fue espeso, envolvente, lleno de un sabor que no se parece a nada más: un equilibrio entre amargor y dulzura que sólo existe cuando uno está dispuesto a detenerse.

La maestra sonrió apenas, como quien reconoce un secreto compartido.

Luego vino un breve momento de meditación. No era una obligación, ni una instrucción; era más bien la consecuencia natural de estar allí. Frente al jardín, en ese silencio que no pesa sino que libera, sentí que cada sonido tenía su propio lugar: el viento, el agua, mi respiración, los pasos lejanos de alguien que cruzaba el patio. Todo parecía formar parte de un mismo paisaje interior.

La ceremonia terminó sin dramatismos, sin anuncios, sin un cierre explícito.
La maestra simplemente inclinó la cabeza y el tiempo volvió a ponerse en marcha.

Al salir del templo, Tokio recuperó su sonido habitual: el rumor de las bicicletas, los pasos apurados, algún anuncio lejano. Pero llevaba conmigo algo distinto, algo suave, casi invisible: la certeza de haber vivido un instante suspendido entre mundos.
Un recuerdo tibio como el cuenco entre mis manos.
Un puente silencioso entre culturas, épocas y almas.
Un pequeño ritual que, sin palabras, había dicho más que cualquier historia.

La travesía continúa...

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