Santiago de Compostela

🌿 Celtas, gaitas y meigas: el alma antigua entre las piedras

Donde la piedra guarda secretos, y la gaita los canta al viento

Gaitero tradicional bajo un arco en Santiago de Compostela

Llegué a Santiago hace muchos años, con la excusa formal de un posgrado, y el corazón dispuesto a ser sorprendido. Galicia no me era familiar. Nunca había pisado su tierra, ni probado su pan, ni mirado a los ojos a su gente. Pero algo en su nombre —Santiago, Compostelana, Celta— ya sonaba como un conjuro.

Bastó un paseo por el casco antiguo para saber que había caído bajo un hechizo. No es una ciudad cualquiera. Las construcciones de piedra, gastadas y húmedas, parecen susurrar en gallego bajito. Las calles empedradas serpentean con una lógica secreta, como si solo la ciudad supiera a dónde lleva cada giro. Hay esquinas donde uno podría cruzarse con un peregrino... o con una meiga.

Y entonces, la gaita.
No sabía que en Galicia sonaba así. No sabía que existía ese pariente musical de la gaita escocesa. Pero un día cualquiera, doblando una calle cualquiera, la escuché. Cerré los ojos y no supe si estaba en Galicia, en Irlanda, o en otra época. El sonido de la gaita gallega es dulce, nostálgico y algo hipnótico. Como si alguien desde otro tiempo te estuviera llamando.

Fue ahí que me enteré de la herencia celta de Galicia. De su vínculo misterioso con Irlanda y Escocia. Dicen que hay un camino antiguo que une ambas tierras, más espiritual que geográfico. Dicen que los mitos no solo se cuentan, se caminan.

Tuve la suerte de estar allí en julio, para la Fiesta del Apóstol Santiago, el 25. Pero la noche anterior, el 24 de julio, viví uno de los espectáculos más sobrecogedores de mi vida, la Praza do Obradoiro desbordada de gente, emoción en el aire, y de pronto… el cielo estalló. Fuegos artificiales, proyecciones sobre la fachada barroca de la catedral, música envolvente. Un juego de luces y sombras que parecía celebrar a la vez a los dioses, a los ancestros y a los peregrinos. Jamás vi algo tan hermoso. Fue como estar en medio de una revelación mística con aroma a pólvora y aplausos.

Y claro, la catedral.
La Catedral de Santiago no necesita presentación, pero sí reverencia. Enorme, majestuosa, madre de todos los caminos. Allí vi por primera vez al botafumeiro volar por los aires, ese incensario gigante que oscila como un péndulo sagrado por toda la nave. Un detalle curioso que aprendí: su origen era mucho más práctico de lo que imaginaba. El botafumeiro servía para disimular el olor de los peregrinos, que después de semanas o meses de caminata, llegaban a la catedral… bastante humanos. La mezcla de incienso, humo y devoción todavía flota en el aire.

Mis recuerdos más queridos no son grandes hazañas. Son acordes, aromas, gestos. La lluvia ligera que no molesta. El pulpo a feira. El gallego de los abuelos en los bares. El canto inesperado de un grupo de estudiantes vestidos de época que cruzaban la plaza entonando baladas. La Tuna Universitaria de Santiago —ahí está el nombre que me faltaba—, con sus capas negras y sus guitarras, parecía sacada de otra centuria. Y uno no sabía si reír, bailar, o quedarse callado por si el momento se rompía.

Una noche, mientras cenábamos con mi grupo en un barcito, se escuchaba a lo lejos un concierto al aire libre. Era La Oreja de Van Gogh tocando en Santiago. Qué tiempos aquellos... ese tipo de momentos que no se planean, pero que se te graban como un tatuaje suave.

Ah, y un detalle final que nunca olvidaré: mi entrada a Santiago fue a través del aeropuerto de Lavacolla. Solo ese nombre ya me parecía de novela. Pero resulta que “Lavacolla” proviene del antiguo hábito de los peregrinos de lavarse en el arroyo cercano antes de entrar a la ciudad sagrada. El nombre original hacía alusión, sin demasiadas vueltas, a la higiene personal en un punto específico del cuerpo… y aunque se ha suavizado con los siglos, el espíritu popular gallego no pierde nunca su toque directo, entre lo mítico y lo terrenal.

Santiago no se recorre, se deja entrar.
Porque hay lugares que no se descubren andando, sino sintiendo.

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La travesía continúa...

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