
Los Viajes de Miles · Episodio 9
Un tren a Montepulciano
Betsy recibió el mensaje a las 22:14, cuando Firenze ya había bajado la voz.
“Mañana, 10 AM. Piazza della Repubblica. Zapatos cómodos, cuaderno y ganas de caminar. Confía.”
No preguntó nada más. Con Miles ya sabía que las instrucciones breves escondían días largos.
A las diez en punto apareció con un abrigo claro y esa curiosidad serena que parecía su firma. Miles la esperaba apoyado en la baranda, dos cafés humeantes y una sonrisa que guardaba un mapa.
—¿Lista?
—Listísima.
—Hoy viajamos sin apuro —dijo él.
Caminaron hasta Santa Maria Novella, pero en lugar de entrar al vestíbulo, Miles giró hacia los andenes. Al fondo, detenido como en otra década, estaba el tren: vagones de madera, ventanas de latón, un brillo discreto en los herrajes.
—¿Y esto? —preguntó Betsy.
—Un día para que Toscana hable —respondió Miles.
Subieron. El vagón olía a terciopelo gastado, a equipajes antiguos, a historias que no se habían bajado nunca. Cuando el tren arrancó, Firenze quedó atrás como una acuarela que se corre con el agua.
Las colinas empezaron a desplegarse: curvas doradas, hileras de vides, cipreses verticales como signos de puntuación. Betsy apoyó la frente en el cristal; el mundo, del otro lado, parecía más lento.
—No puedo creer que exista un paisaje así —dijo.
—Toscana no se ve —respondió Miles—. Se respira.
Los pueblos se sucedían como notas en una partitura: tejados de terracota, campanarios mínimos, ropa colgada en balcones. El tren tomó una línea secundaria y el silencio cambió de textura: más campo, menos ciudad.
Llegaron a Montepulciano al mediodía, con el sol dorando la piedra. El aire olía a uva madura y a algo antiguo que no se podía nombrar.
—¿Subimos? —preguntó ella, mirando la cuesta empinada.
—En la cima hay recompensa —sonrió él.
Avanzaron por calles inclinadas, flanqueadas por puertas altas y talleres de artesanos. De vez en cuando, Betsy se detenía a mirar un balcón, una sombra, un gato.
—Es que me parece irreal estar aquí —dijo al fin.
—Tal vez estamos dentro de un sueño, muy vívido —murmuró Miles.
La sorpresa esperaba bajo tierra.
Entraron en una cantina excavada en la roca, con escalones irregulares y paredes frías. La temperatura bajó, la luz se volvió ámbar. El aire olía a madera húmeda, levadura, tiempo.
El sommelier, con voz de violonchelo, les ofreció una copa de Vino Nobile.
—Prueba este —dijo.
Betsy cerró los ojos al primer sorbo.
—Es el sabor de las uvas más exquisitas que he probado —susurró.
Miles apoyó la espalda en la piedra y pensó que el momento era perfecto. Montepulciano parecía hecho para bajar el volumen al mundo y subir el de los detalles.
De regreso a la superficie, el pueblo era un laberinto amable: tiendas mínimas, patios escondidos con flores en las ventanas que miraban al valle. Bajaron hacia San Biagio, donde la piedra se cubría de sol y el viento traía olor a trigo y a algo indefinible.
Se sentaron en un muro bajo. Desde allí, el paisaje era una sábana de colinas extendida bajo la luz.
—¿Por eso me trajiste aquí? —preguntó ella.
—Porque este es un lugar que tenías que conocer —respondió Miles.
Betsy bajó la mirada. Jugó un segundo con la manga del abrigo. Miles no añadió nada. Había aprendido que con ella el silencio era un idioma entero, no un vacío.
Cuando el sol empezó a inclinarse, volvieron al tren. Los asientos estaban tibios; el vagón olía a vino, cuero y madera antigua.
Betsy abrió el cuaderno y escribió algo. Miles no leyó, pero alcanzó a ver una frase incompleta: “Algunas ciudades…”.
—¿Puedo? —preguntó él, señalando las páginas.
Ella cerró el cuaderno con suavidad.
—Después —sonrió.
La luz anaranjada entraba de costado. El tren avanzaba con un ritmo casi musical. El perfume en la muñeca de Betsy —iris y sándalo— había cambiado: más cálido, más suyo.
—¿Y mañana? —preguntó Miles.
—Mañana quiero otro día así —dijo ella, sin pensarlo demasiado.
Firenze los recibió con luces encendiéndose una a una. La ciudad parecía menos escenario y más telón de fondo de algo que recién empezaba.
Ya en la Piazza della Repubblica, Betsy se acomodó el abrigo.
—Gracias por llevarme a ese maravilloso lugar —dijo.
Miles pensó que quizás el romance era exactamente eso: un viaje en tren donde la distancia entre dos personas se acorta al ritmo de rieles y luz dorada.
❓ Pregunta frecuente
¿Qué hacer en Montepulciano para un plan sensorial en pareja?
Un viaje en tren lento por la Toscana, subida despacio por las calles inclinadas del borgo, visita a una cantina histórica subterránea para probar Vino Nobile y, al final, un atardecer frente a San Biagio mirando el valle. Rituales simples que convierten el paisaje en memoria compartida.
