✈️ Los Viajes de Miles – Episodio 6: La Lluvia de Rosas en el Pantheon

Miles en el Pantheon romano bajo la lluvia de pétalos de rosas

Esa mañana, Miles y el Turista del Excel habían salido temprano hacia la Piazza della Rotonda. Querían desayunar frente al Pantheon, en una cafetería pequeña donde la vista era tan majestuosa como el capuccino espumoso que les sirvieron. El croissant crujía con cada mordisco y dejaba un perfume cálido a mantequilla que se mezclaba con el rumor de la fuente y el murmullo de la plaza.

Roma a esa hora era un cuadro perfecto: las mesas y sillas de hierro, las persianas aún medio cerradas, la piedra antigua dorándose con la primera luz. Entre sorbo y sorbo, Miles sintió que aquel capuccino tenía un sabor distinto, no era solo café, era la sensación de estar en el corazón del mundo, con el templo de los dioses como compañero de mesa.

—Croissant: nivel de satisfacción 92% —anotó el Turista del Excel, entre serio y orgulloso.
Miles sonrió, aunque por dentro todavía pensaba en las fotos, en los ángulos, en no perderse nada.

Poco después, con los móviles y cámaras listos, cruzaron la plaza y entraron al Pantheon de Agripa. Apenas traspasó el umbral, Miles sintió el golpe de frescura, el silencio, la penumbra solemne, el olor a incienso mezclado con piedra antigua. La cúpula se abría como un cielo eterno, y el óculo dejaba caer un rayo de luz que parecía más un milagro que una grieta arquitectónica.

Miles alzó la vista y pensó, ansioso, si podría atrapar tanta grandeza con una fotografía. Pero enseguida comprendió que allí las imágenes se grababan en otro lugar, en la memoria, en la piel.

Entonces ocurrió.

Primero fueron unos pocos, casi tímidos, y enseguida una cascada de pétalos rojos empezó a descender desde lo alto. La multitud contuvo el aliento. Miles también. El cielo había comenzado a llover dentro del templo.

Los pétalos se posaban en su pelo, en los hombros, en el mármol. El Turista del Excel, con la cámara en alto, murmuró:
—Probabilidad calculada: 100% en Pentecostés.
Pero Miles ya no escuchaba.

Se sentía latiendo en otro época, dentro una escena que no le era propia. Su respiración se calmó, sus manos dejaron de temblar, y por primera vez en mucho tiempo no pensó en planes, ni en estadísticas, ni en horarios. Solo abrió los brazos y dejó que los pétalos lo envolvieran.

Sorpresa. Maravilla. Paz. Disfrute. Todo junto, como un abrazo invisible.

Un anciano a su lado le dijo en voz baja:
—È lo Spirito Santo che scende.

Miles no entendía del todo, pero algo en su pecho se abrió. Cerró los ojos, y en ese instante comprendió: no todo se puede controlar, ni todo se puede prever. La vida, como ese Pantheon eterno, también se abre a lo inesperado.

Y fue entonces cuando lo sintió, por primera vez, el viajero ansioso dejó de calcular y simplemente vivió.


English version

✈️ The Journeys of Miles – Episode 6: A Rain of Roses at the Pantheon

Miles inside Rome’s Pantheon under a shower of rose petals

That morning, Miles and the Excel Tourist left early for Piazza della Rotonda. They wanted breakfast facing the Pantheon, at a small café where the view was as majestic as the foamy cappuccino. The croissant crackled with every bite, releasing a warm buttery perfume that mingled with the fountain’s murmur and the low buzz of the square.

Rome, at that hour, was a perfect painting: iron tables and chairs, shutters still half-closed, ancient stone turning golden with the first light. Between sips, Miles felt that the cappuccino tasted different—not just coffee, but the sensation of sitting at the heart of the world, the temple of the gods as a tablemate.

“Croissant: satisfaction level 92%,” noted the Excel Tourist, half-serious, half-proud. Miles smiled, though inside he was still thinking about photos, angles, the fear of missing anything.

Soon after, phones and cameras ready, they crossed the square and stepped into the Pantheon of Agrippa. As he crossed the threshold, a coolness met him—silence, solemn penumbra, the scent of incense mixed with ancient stone. The dome opened like an eternal sky, and the oculus let fall a ray of light that felt more like a miracle than an architectural gap.

Miles looked up and anxiously wondered whether he could trap so much grandeur in a photograph. Then he understood: here, images were engraved somewhere else—on memory, on skin.

Then it happened.

At first just a few, almost shy, and then a cascade of red petals began to descend from above. The crowd held its breath. Miles did too. The sky had started to rain inside the temple.

Petals settled on his hair, his shoulders, the marble. The Excel Tourist, camera raised, murmured, “Calculated probability: 100% on Pentecost.” But Miles was no longer listening.

He felt himself beating in another time, inside a scene that didn’t belong to him. His breathing calmed, his hands stopped trembling, and for the first time in a long while he wasn’t thinking about plans, or stats, or schedules. He simply opened his arms and let the petals surround him.

Surprise. Wonder. Peace. Delight. All at once, like an invisible embrace.

An elderly man beside him whispered, “È lo Spirito Santo che scende.”

Miles didn’t fully understand, yet something in his chest opened. He closed his eyes, and in that instant he knew: not everything can be controlled, nor can everything be foretold. Life, like that eternal Pantheon, also opens to the unexpected.

And that was when he felt it—perhaps for the first time—the anxious traveler stopped calculating and simply lived.

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