Amanecer realista sobre Angkor Wat, con los templos reflejados en un estanque de lotos, escena clave del viaje de Milo y Betsy en Camboya.

Los Viajes de Miles · Episodio 10

Antes del amanecer en Angkor

La carta llegó una mañana cualquiera, cuando el cielo sobre Roma tenía ese gris lavado que no promete nada. Miles la encontró doblada por debajo de la puerta, entre un folleto de supermercado y un recibo de luz. El sobre era de un papel amarillo crema, algo áspero, con las esquinas un poco dobladas. No tenía remitente, solo su nombre escrito a mano.

Miles

No “Mr. Miles”, no apellidos, no iniciales.

Solo “Miles”.

Reconoció la caligrafía antes de abrirla. Se quedó unos segundos de pie en el pasillo, con la taza de café aún caliente en una mano y el sobre en la otra. Sentía el pulso en las yemas de los dedos. Ese tipo de reconocimiento que no pasa por la memoria, sino por el cuerpo.

La abrió con cuidado, como si el papel pudiera lastimarse.

Adentro, una hoja doblada en tres, con la misma letra. La tinta, un poco temblorosa.

Milo,

Estoy cansada.
La respiración se ha vuelto corta y los días, muy largos.
Los médicos dicen cosas que ya no necesito escuchar.

Solo sé que mi tiempo se está acabando y quisiera verte una vez más antes de regresar con mis ancestros.

Si puedes venir, ven pronto.

Con cariño,
Mae Sopha

La taza le tembló en la mano. Dejó el café sobre la mesa del pasillo sin mirar si manchaba algo. Leyó la carta una vez, dos, tres. La palabra “ancestros” se le quedó pegada en la garganta.

No había pensado en ella en meses. O, mejor dicho, se había impuesto no pensar demasiado. Mae Sopha era un compartimento estanco en su memoria: un cajón que se abre solo cuando uno está listo para escuchar lo que sale.

—¿Pasa algo? —la voz de Betsy llegó desde la cocina, medio dormida.

Miles tardó en responder.

—Es… una carta.

—¿De quién? —preguntó ella, apareciendo en el marco de la puerta con Il Corriere della Sera —. Tienes cara de haber visto un fantasma.

Miles levantó la hoja sin dejar de mirarla.

—De la mujer que me crió.

—¿Tu madre?

Negó con la cabeza.

—No. La mujer que me cuidó en mi infancia, mi tata.

Betsy leyó la carta por encima de su hombro. No hizo preguntas. Era una de las cosas que más le gustaban de ella, esa manera de no invadir, pero de quedarse cerca.

—¿Dónde vive?

—En Camboya. Cerca de Battambang.

Un silencio cargado se extendió entre ellos.

—¿Vas a ir? —preguntó Betsy.

Miles no respondió enseguida. Recordó las manos de Mae Sopha lavando arroz, el perfume a jabón de coco, su voz enseñándole palabras que casi no se podían pronunciar.

—Tengo que ir —murmuró.

Betsy asintió.

—Voy contigo.

Él la miró, sorprendido.

—No tienes por qué.

—No pienso dejarte solo en esto —dijo ella—. Vámonos.

Roma–Doha. Doha–Bangkok. Bangkok–Siem Reap. Aeropuertos sin identidad, cafés tibios, el crujido seco de los altavoces.

Betsy observaba a Miles con una mezcla de ternura y preocupación. Él no estaba inquieto, estaba pensativo. Como si cada escala desanudara algo que llevaba años persiguiéndolo.

—¿Te acuerdas de tu primer día en Camboya? —preguntó ella.

—Me acuerdo de aromas —dijo—. Tierra mojada, arroz cocido, humo de leña… y Mae Sopha. Ella siempre olía a jengibre y jabón de coco.

Al salir del aeropuerto de Siem Reap, el calor los recibió como una bofetada amable. Un hombre delgado, Dara, los llevó por caminos de tierra hasta un pueblo de casas de madera sobre pilotes, gallinas dispersas y niños descalzos.

—Es aquí —dijo.

La puerta se abrió y apareció Mae Sopha. Pequeña, frágil, pero con ojos que guardaban más años que arrugas.

—Milo —susurró ella, reconociéndolo al instante.

Él se inclinó para que pudiera tocarle la cara. Sus dedos, huesudos pero firmes, se detuvieron donde siempre, en la línea entre la ceja y la sien.

—Sigues serio —lo regañó suavemente—. Siempre tan serio. Hasta de niño te costaba jugar.

Miles sonrió con tristeza.

Ella miró a Betsy.

—Ah —dijo la anciana—. Tú lo quieres de verdad.

Betsy bajó la mirada, intimidada por la precisión de la frase.

—Pasen. La casa es pobre, pero todavía sabe recibir.

Dentro olía a té, alcanfor y madera vieja. En un rincón, un altar pequeño con velas consumidas y flores marchitas.

Pasaron el día escuchándola. Ella contaba historias que Miles había olvidado, o recordaba distinto. Cada vez que él se callaba, Mae Sopha rellenaba el hueco con una memoria sencilla, como si su tarea final fuera volverlo niño por un momento.

—Tú no llorabas —le dijo—. Guardabas el llanto aquí —se tocó el pecho—. Tenías miedo de molestar.

Miles desvió la mirada. Betsy sintió un golpe suave en el estómago. Nadie había dicho eso tan claramente.

—¿Vas a quedarte hasta que salga el sol? —preguntó la anciana.

—Sí —respondió él.

—Quiero ver la luz una última vez en Angkor. ¿Puedes llevarme?

—Te llevo.

Salieron de noche, bajo un cielo lleno de estrellas. La carretera parecía respirarlos. Mae Sopha miraba por la ventana, como si escuchara voces antiguas en el viento.

Al llegar a los estanques frente a Angkor Wat, vieron los Monjes caminar descalzos. Algunos viajeros murmuraban, como si temieran romper algo sagrado.

Miles ayudó a Mae Sopha a sentarse. Betsy se quedó a su lado.

El cielo cambió despacio: azul; violeta; rosa. Los templos emergieron como dibujos que el amanecer iba revelando.

Mae Sopha sonrió.

—Aquí te traía de niño. Llorabas cuando salía el sol… porque entendías algo que no sabías explicar.

—¿El qué? —preguntó Miles.

—Que la luz vuelve —dijo ella—. Aunque uno no la busque. Aunque uno se esconda. La luz siempre vuelve.

Tomó la mano de Miles, luego la de Betsy, y las juntó.

—No tengas miedo de que alguien te quiera —le dijo—. Tu silencio ya no te protege. A veces, solo te encierra.

Miles cerró los ojos. La frase cayó en un lugar suyo que no había sido tocado en años.

El sol asomó. Mae Sopha exhaló muy despacio, como quien deja ir un secreto antiguo. No hubo drama. Solo una serenidad inmensa.

Betsy tomó a Miles por el hombro. Él no se apartó.

La primera luz incendió el agua del estanque. Reflejó templos, palmeras, y el inicio de algo que ninguno de los dos sabía todavía hacia dónde los llevaría.

Mae Sopha se fue con la misma suavidad con la que había cuidado del niño que Miles alguna vez fue.

Y el amanecer, fiel a su promesa, volvió.

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