La Magia de los Sentidos

Los sentidos del viaje
Hay viajes que no necesitan pasaporte.
A veces, basta un aroma. O una canción.
Y de pronto, estoy ahí.
En Roma, sé que estoy en Roma no por lo que veo, sino por lo que huelo.
El aroma a café en el aire no es el de Madrid, ni el de París, ni el de Estocolmo.
Es Roma. Es su identidad invisible.
Puedo cerrar los ojos y saberlo.
Cada ciudad tiene su perfume.
En la mía, la primavera se anuncia con el azahar en flor.
Ese aroma blanco, dulce, envolvente, me dice que estoy en casa.
No necesito ver nada. Me basta con oler.
De todos los sentidos, es el olfato el que más me toca.
Me envuelve. Me embriaga. Me acaricia por dentro.
El aroma de los croissants recién horneados escapando de una boulangerie…
El incienso tibio en un templo…
El mar cuando se mezcla con el viento…
Y también, el sonido.
Como las canciones que aparecen en medio de un viaje, sin que uno las elija.
Y que, sin pedir permiso, se convierten en banda sonora de un instante que ya no se repetirá.
A diferencia de la vista, que observa desde afuera,
el olfato y el oído atraviesan la piel.
Tocan algo profundo.
Nos devuelven a un lugar donde ya estuvimos —aunque no sepamos cuándo—
o nos llevan por primera vez a uno que tal vez nunca pisamos,
pero que reconocemos como propio.
Esas son las marcas que me deja un viaje.
No las fotos. No los monumentos.
Sino los instantes que se activan cuando menos lo espero.
No sé si viajo para descubrir el mundo o para reencontrarme con los sentidos que me lo revelan... y no pongo puntos finales, no creo en ellos



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