Los Viajes de Miles · Episodio 11

Vuelo de regreso

Los Viajes de Miles · Episodio 11: Miles sentado en el suelo con el teléfono en la mano, en un momento de ansiedad y repliegue emocional

El aeropuerto de Siem Reap olía a aire acondicionado cansado y a café sin carácter. Miles caminaba junto a Betsy con el pasaporte en la mano, tocándolo de vez en cuando con el pulgar, como si necesitara comprobar que seguía allí.

No hablaba mucho desde Angkor.
No era tristeza.
Era otra cosa: un silencio tenso, como una cuerda demasiado estirada.

En el control de seguridad, cuando le pidieron que dejara el reloj en la bandeja, sintió un leve temblor en los dedos. No por el reloj. Por el gesto. Por esa sensación antigua de que algo propio quedaba fuera de su alcance.

Betsy lo observó de reojo.

—¿Estás bien?

Miles asintió con rapidez.

—Sí.

La respuesta salió correcta, pero hueca. No buscaba engañarla. Buscaba convencerse.


I. Volver no siempre significa regresar

En Doha, las pantallas de vuelos parecían una pared infinita de destinos ajenos. Miles se quedó mirándolas más tiempo del necesario, como si buscara una salida que no implicara volver a la vida que lo esperaba.

Betsy hablaba de cosas pequeñas: el té tibio, la escala larga, la posibilidad de caminar un poco. Él la escuchaba, pero una parte de su atención estaba en otro lugar.

Entonces sacó el teléfono.

No para escribir.
No para llamar.
Solo para sostenerlo.

La pantalla funcionaba como una cuerda: algo firme a lo que agarrarse.

Betsy no dijo nada, pero lo sintió. Esa presencia que se adelgaza, ese desplazamiento mínimo que, sin embargo, pesa.

Miles deslizó el dedo sin leer. Noticias, mapas, correos viejos.
Control disfrazado de distracción.

No era el teléfono contra ella.
Era el teléfono contra el vacío.

II. El cuerpo recuerda antes que la mente

En el avión hacia Roma, cuando apagaron las luces y quedó ese silencio de cabina suspendido, Miles sintió el primer aviso. Una presión suave en el pecho, como una mano apoyada desde dentro.

Se acomodó el cinturón.
Revisó el bolso bajo el asiento.

Y la voz conocida apareció:

¿Y si no puedo respirar?
¿Y si pierdo el control aquí?
¿Y si no salgo de esto?

Betsy le tomó la mano.

—Miles —dijo—. Mírame.

Él giró el rostro. Sus ojos parecían tranquilos. Su cuerpo no.

—Estoy bien.

El corazón ya iba por delante.

Miró el pasillo, las azafatas, la gente dormida. Todo normal.
Y esa normalidad lo desarmó.

No quería preocuparla.
No quería convertirse en un problema.

El niño serio que había aprendido a guardar el llanto volvió a aparecer, intacto.

III. El impulso de huir

Horas antes de aterrizar, Miles ya había construido una idea clara y eficiente:
Cuando lleguemos, diré que necesito viajar a Estados Unidos por trabajo.

La excusa era lo de menos.
La dirección, lo esencial.

Quedarse implicaba exponerse.
Quedarse implicaba que Betsy lo viera caer.

Y ser visto era un compromiso.

Betsy notó el cambio sin saber nombrarlo. Miles estaba allí, pero un paso atrás.

—¿En qué piensas? —preguntó.

—En nada.

La sonrisa no alcanzó a sostener la frase.

IV. Roma y la trampa de lo cotidiano

Roma los recibió con su ruido habitual, sin solemnidad. Esa normalidad fue el golpe más duro.

En el andén del tren, Miles sintió la misma inquietud del inicio de todo: la del episodio uno, frente a la valija abierta. Pero ahora el miedo no era olvidar algo.

Era quedarse.

En casa, Betsy dejó la valija abierta en el suelo. Miles la miró como si fuera una advertencia.

Ella fue a la cocina. Agua. Una taza.
Vida compartida, simple.

Miles permaneció en el pasillo con el teléfono en la mano.
Una notificación cualquiera vibró.

Y él la siguió, aliviado.

V. Lo que no se dice

Esa noche, Betsy se acostó temprano. Estaba cansada de un cansancio silencioso.

Miles se quedó en la sala con la luz baja y abrió el correo.
Buscó vuelos.

Roma–Nueva York.
Roma–Boston.
Roma–Londres.

No importaba el destino. Importaba alejarse.

La ansiedad se sentía cómoda allí: fechas, horarios, asientos.
Orden como refugio.

Betsy apareció en la puerta.

—¿Qué haces?

Miles apagó la pantalla.

—Nada. Solo mirando.

Ella lo observó un instante más.

—Estás aquí —dijo—, pero no estás conmigo.

La frase resonó con otra, dicha días atrás, en otro idioma, por otra voz.

Miles quiso decir tengo miedo.
Quiso decir me estoy perdiendo.
Quiso decir no sé cómo quedarme.

En lugar de eso, dijo:

—Creo que necesito viajar a Estados Unidos unos días. Por trabajo.

Betsy no discutió.
Asintió.

—De acuerdo.

Y se fue.

Miles se quedó solo con el silencio que siempre había usado como protección.
Por primera vez, no lo sintió seguro.

Lo sintió cerrado.

VI. Antes de seguir

Esa madrugada, el cuerpo finalmente cedió. Respiración corta, manos frías, una certeza absurda de que algo terrible estaba por ocurrir.

En el baño, con la puerta cerrada, Miles se apoyó contra la pared y lloró sin ruido.

Cuando salió, Betsy estaba sentada en la cama.

No lo juzgó.
No lo interrogó.

—Puedes huir en un avión —dijo—.
Pero no puedes huir de ti mismo.

Miles se sentó en el suelo.

Y por primera vez desde Angkor, dejó de intentar estar bajo control.

Solo respiró.

Aceptó que volver a caer también forma parte del camino.

Continuará.


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