Ceremonia de cocina japonesa

El mercado de Nishiki, en Kioto, despierta temprano. Los puestos se abren como flores, y el aire ya huele a sésamo tostado, a caldo dashi, a raíz de loto recién lavada. Caminamos entre voces suaves y verduras que parecen talladas a mano.
Una mujer anciana envuelve hojas de shiso con dedos tan finos como papel de arroz. Un niño prueba un bocado de tamagoyaki y sonríe con toda la cara. Y tú, que tal vez no lo sabías, ya estás aprendiendo a mirar de otra manera.
Al final del recorrido, un pequeño portón de madera se desliza con un susurro. Ingresamos descalzos. El tatami huele a tiempo. En la cocina, todo es orden: cuencos de cerámica esmaltada, cuchillos con alma, un recipiente de arroz cubierto con paño blanco.
El maestro aparece. No habla, inclina levemente la cabeza. Cada movimiento suyo —lavarse las manos, prender el fuego, cortar una zanahoria— ocurre como si no hubiera nada más urgente en el mundo.
Y entonces, sin interrumpir su ritmo, comienza a hablar.
" “Mi abuela cocinaba con las ventanas abiertas…
Decía que el arroz debía escuchar el viento,
que si el vapor se quedaba encerrado, los recuerdos no podían entrar.
Cuando yo era niño y lloraba por cosas que no entendía,
me decía: ‘mira cómo hierve el agua, así es la tristeza...
pero si le echas algo que amas, se convierte en sopa’.”
Nadie pregunta nada. Solo lo escuchamos mientras corta el tofu con la precisión de quien ha partido una pena en mitades.
El sol entra como en ceremonia por los paneles de papel, y todo, absolutamente todo —el cuchillo, el cuenco, el alga nori— parece estar en el lugar justo.
No vinimos solo a aprender a cocinar. Vinimos a entender por qué a veces los silencios curan más que las palabras. A saber que hay historias que se transmiten en una cucharada de miso. Y que, como decía su abuela, quien cocina para otros, también ordena su propio corazón.
Hay comidas que no alimentan el cuerpo, sino el alma