La Esfera y la Luna

Ilustración de un escribiente medieval bajo la luz de la luna, escribiendo en un pergamino

El escribiente de las estrellas

Era una noche de luna llena. La claridad se reflejaba en los tejados, casi como si la noche los hubiera bordado con hilos de luz.

Él —no diremos su nombre; los buenos copistas prefieren el anonimato— miraba las estrellas hasta perderse y cuando regresaba en sí, la luna se quedaba apoyada en el borde del tintero como una lámpara paciente.

Apoyó la pluma. El primer trazo fue toda inspiración: una curva, para luego aplicar la técnica, la primera recta, 90 grados perfectos. Entre ambas, el temblor mínimo de un punto.

Así empezó a tomar vida el texto, caracteres como constelaciones: astas que se alzan, panzas que ruedan, ojos puntuales que marcan acentos; una coreografía de líneas negras sobre el silencio claro del pergamino.

Dibujó un círculo con el compás y dentro otro y otro más: la música de las esferas traducida a geometría. En los márgenes, las palabras maestras resaltadas en rojo; en azules, las iniciales que respiraban océano.

Anotó: De sphaera mundi. No inventaba el universo, lo afinaba, lo esculpía como el maestro al mármol. Cada letra avanzaba al ritmo que marcan los astros cuando nadie los mira: lento, exacto, inevitable.

A ratos, el escribiente levantaba la vista y la luna parecía asentir. Bajaba de nuevo al papel y trazaba pequeñas figuras: un círculo para la Tierra, bandas para los cielos, un diagrama como un reloj sin horas.

Si alguna duda lo visitaba, lo resolvía con paciencia de artesano: repetir la letra, ajustar la línea, respirar hondo. Cuando añadió una miniatura mínima —una estrella de ocho puntas— sonrió: a veces la belleza cabe en el margen.

Al final de la noche, sostuvo el pliego a contraluz. No era solo tinta, era una manera de pensar, eran días de trabajo inspirado en la luna y sus cielos.

Y entonces ocurrió: el aire cambió de temperatura, el tiempo se deslizó como una cortina, y el folio —cosido después con otros en un códice— atravesó siglos. Cruzó manos y fronteras, tejió bibliotecas.

Lo imaginamos un instante enrollado —porque la imaginación así nos lo muestra, enrollado, suspendido en bibliotecas en forma de rombos de leño— pero la historia lo quiso encuadernado, con finos hilos en el lomo y una signatura que dice: aquí pertenezco.

Ahora, en una sala alta y sobria, un estudiante del presente —doctorando, dedos precisos, voz baja— pide el volumen. Se lo entregan con un asentimiento casi imperceptible. Lo abre. La luna ya no está en el tintero, pero algo de aquella noche vuelve: el pulso del escribiente late entre las líneas.

Lee despacio. Reconoce los círculos, las notas marginales, la paciencia. Piensa en todos los otros libros que caben en estas estanterías: tratados que conversan con astrónomos árabes, glosas que dialogan con maestros medievales, comentarios que empujaron el cielo un milímetro más lejos.

Cierra un momento los ojos. No reza, agradece. Porque en esta biblioteca la maravilla no truena, susurra. Y el susurro viene de una muy antigua pluma de oca que, bajo una luna muy clara, entendió que escribir es ordenar estrellas.

Notas históricas

De sphaera mundi (Johannes de Sacrobosco, c. 1230) fue el manual de astronomía más influyente de la Europa pre-copernicana.

La Biblioteca Apostólica Vaticana conserva varios manuscritos y compilaciones con el texto y comentarios: Pal.lat.1400 incluye Algorismus, De sphaera y De computo; Pal.lat.1385 trae comentaristas como Albertus de Brudzewo; Reg.lat.1013 contiene el De quadrante; Vat.lat.3110 reúne miscelánea astronómica con extractos; y hay versiones hebreas del De sphaera en Vat. ebr. 292 y Vat. ebr. 382.

La Vaticana guarda también compilaciones astronómico-astrológicas donde conviven autores latinos y la tradición científico-árabe (p. ej., Arzachel/Zarqālī, Messahalla, Gerardo de Cremona), como en Pal.lat.1414.

Ver manuscritos en digi.vatlib.it

Capítulo 2 — El lector y los astros dormidos

La sala está llena de estudiosos ávidos de descubrir enigmas, de descifrar códigos y memorias. Las estanterías, cubiertas por cristales, rebosan volúmenes de todos los colores y parecen sostener no solo el techo de la habitación, sino el firmamento entero.

Nuestro estudiante —un doctorando de mirada temblorosa— avanza con paso breve. No quiere quebrar el silencio que huele a pergamino, polvo noble y lámparas apagadas por los siglos. Coloca el códice en la mesa, bajo la luz dorada de una lámpara que lo espera como un sol paciente. Los folios se abren como alas.

De pronto, ya no está solo: cada manuscrito a su alrededor es un planeta; cada vitrina, una órbita. Levanta la vista y descubre una constelación de títulos:

  • De Sphaera Mundi — Johannes de Sacrobosco (s. XIII)
    El libro que durante cuatro siglos explicó el cosmos en círculos perfectos. Diagramas de esferas, comentarios en rojo y negro. El universo como un reloj preciso, aunque el tiempo luego lo corrigiera.

  • Tablas Alfonsíes (traducciones del árabe, s. XIII-XIV)
    Allí la aritmética de las estrellas: posiciones planetarias, cálculos del cielo heredados de Toledo y desplegados por toda Europa. En sus números palpita la voz de astrónomos árabes.

  • Codex Palatinus 1414 — un mosaico de saberes (s. XIV)
    Juntos en el mismo volumen: Zarqālī, Messahalla, Gerardo de Cremona. Un palimpsesto cultural donde Oriente y Occidente se dieron la mano bajo un mismo cielo.

  • Volvellas medievales — discos móviles de papel (s. XV)
    Ruedas recortadas y superpuestas que, al girar, revelan fases lunares y trayectorias planetarias. Una astronomía portátil: relojes de papel que giraban como juguetes graves en manos de sabios.

  • Traducciones hebreas del De Sphaera (Vat. ebr. 292, 382)
    El mismo texto en otro alfabeto: curvas y coronas, letras que parecen bailar con la física celeste. La ciencia viajando de lengua en lengua como un cometa persistente.

El doctorando recorre con la vista cada inicial iluminada. Las letras no son solo palabras: son cuerpos celestes, con la gravedad suficiente para atraer siglos de preguntas. Pasa un dedo —sin tocar, apenas siguiendo el contorno en el aire— sobre un diagrama circular.

Piensa: aquí, un hombre anónimo bajo una luna clara trazó líneas. Ahora esas líneas son mi brújula.

Se estremece. Comprende que leer es conversar con un desconocido a través de siete siglos.

La lámpara parpadea. Fuera, Roma respira. Dentro, la biblioteca custodia su secreto mayor: la certeza de que el pensamiento humano puede plegar los siglos, acercando pasado y presente como quien dobla una hoja de pergamino.

La travesía continúa...

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