Hay algo desgastante en discutir. No en hablar, sino en defenderse de cada palabra. Esa tensión de sostener una idea como si todo nuestro ser estuviera en juego. Vivimos en una época donde todos opinan, corrigen, citan y replican. Donde escuchar parece una pausa incómoda.

Pero hay un momento —a veces después de muchos intentos— en el que uno descubre la belleza de no tener razón. Y no porque el otro la tenga, sino porque ya no hace falta decidir quién gana.

No tener razón no es rendirse, es cambiar el foco. Pasar de querer tener la razón a querer tener paz. De la urgencia por convencer a la curiosidad por comprender. A veces, entender al otro significa reconocer que, aunque lo veamos equivocado, su forma de ver el mundo también tiene sentido desde donde está parado. Y entonces uno se da cuenta de que la verdad no es una roca: es una forma de mirar.

Voltaire escribió:

“Dudar es incómodo, pero estar seguro es ridículo.”

Tal vez la verdadera inteligencia esté ahí: en la capacidad de dudar sin perderse, de conversar sin atacar, de escuchar sin planear la respuesta.

Entender al otro no significa coincidir, sino dejar de litigar con el universo. Porque incluso nuestra certeza más firme puede ser, al fin, una versión entre muchas. Soltarla no nos empobrece, nos aligera.

Hay algo profundamente elegante en aceptar que podemos equivocarnos. Y algo aún más sabio en no necesitar demostrar que tenemos razón. A veces, lo que nos separa no es la idea, sino el tono. Y cuando el tono baja, la comprensión sube.

La belleza de no tener razón está en esa tregua interior: en poder salir de una conversación sin sentir que perdimos nada. En mirar al otro y pensar: quizás ambos tengamos una parte de la historia, y eso ya alcanza.

Porque el verdadero logro no es tener razón: es salir del diálogo con el corazón en calma.